El ser humano es posiblemente la estructura más compleja que podríamos encontrar en lo que llamamos universo conocido. Desechada la idea que somos las únicas criaturas que pueblan el universo, podemos intuir una gran probabilidad de que otros seres, con capacidades parecidas a las nuestras, o no, pueden estar deambulando por allí afuera. Por lo que respecta hasta ahora, las bacterias son capaces de sobrevivir a condiciones tan extremas en las que los humanos no tendríamos ninguna oportunidad, lo que podría quizás interpretarse como capacidades de adaptación qué solo podrían existir en una especie más compleja que nosotros. Como quiera que sean los humanos, somos los únicos (al menos eso creemos), con la capacidad de desarrollar sentimientos hacia nosotros mismos y hacia el entorno. Además creemos ser los únicos con capacidad de establecer relaciones y comunicarnos para a través de la interacción construir objetivos comunes y de beneficio para la especie. Es así, somos la especie que ha evolucionado para lograr el desarrollo actual. Observamos el universo y nos cuestionamos cuál es nuestro antes y nuestro después. Aunque no entendemos el tiempo, lo hemos integrado a nuestras vidas , de forma que para la inmensa mayoría, es algo que está allí y no necesita pensarse.
Esta capacidad de sentir es la que nos hace depender desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, de ciertos estímulos fundamentales, que desde nuestro primer día, hasta el último, moldearan nuestro comportamiento social, quienes creemos que somos, como nos vemos y como nos ven los demás, con la importancia que cada uno le asigne a estos reconocimientos. Muchos son estos estímulos, sin embargo a consecuencia de una plática sostenida hace unos días, hoy quiero hablar de la necesidad del ser humano, de ser validado, ya sea por lo que dice ser, por lo que hace o por el lugar que ocupa en el entramado social.
No soy psicólogo, por lo tanto mis opiniones solo deben verse a la luz de mi experiencia, desempeñando ocupaciones , desde obrero hasta gerente de empresas, de docencia y de pertenecer a diversas organizaciones de sociedad civil, en las que tuve la oportunidad de conocer y hablar con diversas personas, sin distingo de posición económica, raza, sexo, religión y cualquiera otra subdivisión, de esas a las que nos someten ahora para asociarnos a grupos específicos. En todo tiempo que he disfrutado de la presencia de otros humanos, prestando mucha atención al comportamiento social de estos, he visto cómo desde niños, buscamos ser validados por el entorno. Primero con nuestros padres, luego nuestros compañeros de escuela,con los amigotes, con los demás miembros de la familia e indistintamente con todo aquel con quien nos cruzamos en este periplo al que llamamos vida. De niños hacemos cosas que creemos graciosas e interesantes con el propósito de llamar la atención. Con el devenir del inexorable tiempo biológico, llegamos a etapas,como la adolescencia y la adultez y seguimos exhibiendo este comportamiento, tan es así que gustamos hablar de nuestros logros, de las cosas que creemos nos sirven para encontrar admiración, aceptación y respeto de parte de los otros que forman nuestro entorno. Hablamos de nuestros hijos como los más perfectos, de nuestra familia, de nuestros amigos ,de los grupos a los que pertenecemos, cual si fueran los mejores en comparación con los demás. “Mi hijo es muy inteligente, mi hija es muy bonita, mi hermano es honrado”, etcétera, con lo que mostramos propensión a validarnos también a través de otros.
De igual manera reaccionamos cuando alguien ajeno pone en peligro alguno de estos paradigmas. La plática en cuestión ocurrió con un vecino, con quien nos encontramos un día de estos, y hablamos sobre trivialidades (incluyendo la inmortalidad del sapo), llegando hasta el punto donde tratamos el problema de una señora fallecida , a la qué conocí solo por referencias, cuya casa fue puesta en venta, por sus hijos, ciudadanos de otro país, que no tienen interés en mantener aquella propiedad. En este punto, recordé que hace por allí de un año, una amiga me preguntó por esa propiedad. Le expliqué lo ya dicho, que no conocí a la señora que fuera propietaria, que la ubicación me parecía adecuada, un vecindario bueno, etcétera. Un par de semanas después en una plática telefónica, la amiga me informa que perdió el interés en esa propiedad, porque otra persona le informo que la difunta practicaba allí ritos de hechicería y algunas cosas más, lo que , siendo ella una persona muy religiosa y además supersticiosa, lógicamente jamás compraría una propiedad con semejantes antecedentes. En el momento que mi vecino, menciona que hace bastante tiempo y la casa no se ha vendido, recuerdo la conversación con mi amiga y hago el comentario, de lo que se le dijo a la interesada, lo que le hizo desistir.
Quedé sorprendido de la inmediata reacción hacia aquel comentario. “Eso es mentira, esa señora fue mi amiga, yo iba a la casa de ella y a mi nunca me insinuó nada de eso”. Terminamos la tertulia, y me quede pensando, en la reacción tan irascible del vecino, y sentí que eso había ocurrido, porque en el momento del comentario, el sintió que al aceptar que la señora se ocupaba de los menesteres aquellos, por el proceso mismo de la validación, alguien podría pensar que el pudo o participó de algún evento , como el mencionado. Parece cosa sencilla, pero los humanos necesitamos permanentemente validarnos a través de otros, tal es así que nos avergüenza, y escondemos todo aquello que no nos muestre perfectos ante los demás y que haga peligrar la opinión y posterior aceptación del círculo social. No aceptamos que somos seres imperfectos, sujetos a un sinnúmero de variables fuera de nuestro control, y nos sentimos agredidos, cuando se nos señalan fallas en nuestra pretendida perfección. Lo hemos escuchado tantas veces, “mi equipo es el mejor, mi religión es la única correcta, solo me reúno con gente como yo…” , la búsqueda constante de la validación, si pertenezco al mejor equipo, yo mismo soy mejor y los demás deben verme y tratarme como tal, si sigo al perdedor, podrian verme como un perdedor, si acepto que mi hijo es un bueno para nada, podrian creer que yo tambien lo soy. Somos crueles al señalar como grave, en otros, lo que en nosotros mismos vemos insignificante, pero negamos todo lo que pone en peligro nuestra pertenencia. Necesitamos ser validados, y yo no entiendo, porque la opinión de los demás, es más importante que la propia. Quizás es más fácil vivir la fantasía que los demás crean que somos lo que realmente no somos.
Y usted qué opina…