Todos Cómplices
No hay de qué extrañarse. En Honduras siempre mandan los mismos y mueren los mismos. En esta ocasión, la única diferencia es que, en vez de poco a poco, murieron todos de una vez, 355 presos, pisoteados, asfixiados, carbonizados, muchos de ellos sin acusación y sin condena, por supuesto sin escapatoria. La enorme columna de fuego sobre el penal de Comayagua ha vuelto a poner a Honduras en el mapa, un país gobernado por una decena de familias con dinero y sin conciencia. No faltarán quienes digan que solo fue un desgraciado accidente. Y quienes –tal vez no en público— se atrevan a comentar que, al fin y al cabo, se trataba de malhechores.Dentro de unas horas, el mundo volverá a sus cosas y Honduras a las suyas, que son las de siempre: un país de ocho millones de habitantes –el segundo más pobre de América después de Haití- gobernado a su antojo por una decena de familias con dinero y sin conciencia. Hubo, sin embargo, un momento en que las cosas del mundo y las de Honduras fueron las m