Estas Navidades Siniestras. Muy propio de Gabriel Garcia Marquez.
Por lo hermoso y cierto de este escrito, he decidido reproducirlo ,para el deleite de los que nos leen. Mediten en el y disfrutenlo .
Ya nadie se acuerda de
Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio,
tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes
degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de
nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un
instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar
el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de
miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios
encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Ampliar esta imagen.
Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les
gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el
mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la
Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por
un prejuicio que ya no es religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades
pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar.
El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las
colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda,
con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de
la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos
en una esquina de Jerusalén.
Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en
el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes
Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros
primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el
niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos.
Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa
decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no
sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los
juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo.
Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los
niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros
jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que
tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que
todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos
en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación
comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los
franceses, y a quienes todos conocemos demasiado.
Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de
juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este
usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un
santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero
que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la
Nochebuena tropical de la América Latina.
Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios
escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le
proclamaron el patrón de los niños.
Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se
volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del
siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien
años pasó a Gran Bretaña y Francia.
Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América
Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las
candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de
consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la
estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales
indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de
vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones
de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y
tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la
pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal
en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa
de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.
Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario.
Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por
indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima
Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que
nadie se atreve a mostrar.
Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar
porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin
dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo
lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es
raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por
creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados
Unidos".
Copy and WIN : http://bit.ly/copy_win
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Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de
cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores,
tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para
quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta
si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante
despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000
años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había
nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos
creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si
en realidad no lo creyeran.
Lo celebran además muchos millones que no lo
han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que
estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo
siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen
también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta
abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es
religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que
estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes,
cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres
domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más
grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más
grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de
Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más
grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente
de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de
Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una
bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a
los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien
feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos
cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que losjuguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el
niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi
casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una
desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien
traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir
creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que
también los otros misterios católicos eran inventados por los padres
para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como
decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la
inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas
de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para
pensar más en el amor y menos en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una
operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél
de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con
todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo
una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz
de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo
quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no
tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena
tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás
reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado
en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños.
Pero su
fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió
institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo
XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien años
pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos
lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la
nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos
quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a
escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de
consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas
postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas
campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral,
esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducídos
del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni
siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche
infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de
borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o
persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de
quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor,
sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se
quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos
aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie
invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la
abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por
decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos
regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar
explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la
fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas
cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en
Belén, sino en Estados Unidos.
Ya nadie se acuerda de
Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio,
tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes
degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de
nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un
instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar
el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de
miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios
encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Ampliar esta imagen.
Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les
gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el
mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la
Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por
un prejuicio que ya no es religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades
pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar.
El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las
colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda,
con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de
la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos
en una esquina de Jerusalén.
Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en
el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes
Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros
primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el
niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos.
Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa
decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no
sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los
juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo.
Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los
niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros
jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que
tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que
todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos
en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación
comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los
franceses, y a quienes todos conocemos demasiado.
Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de
juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este
usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un
santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero
que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la
Nochebuena tropical de la América Latina.
Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios
escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le
proclamaron el patrón de los niños.
Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se
volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del
siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien
años pasó a Gran Bretaña y Francia.
Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América
Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las
candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de
consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la
estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales
indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de
vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones
de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y
tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la
pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal
en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa
de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.
Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario.
Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por
indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima
Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que
nadie se atreve a mostrar.
Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar
porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin
dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo
lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es
raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por
creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados
Unidos".
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Ya nadie se acuerda de
Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio,
tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes
degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de
nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un
instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar
el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de
miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios
encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Ampliar esta imagen.
Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les
gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el
mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la
Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por
un prejuicio que ya no es religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades
pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar.
El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las
colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda,
con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de
la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos
en una esquina de Jerusalén.
Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en
el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes
Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros
primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el
niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos.
Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa
decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no
sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los
juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo.
Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los
niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros
jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que
tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que
todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos
en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación
comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los
franceses, y a quienes todos conocemos demasiado.
Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de
juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este
usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un
santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero
que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la
Nochebuena tropical de la América Latina.
Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios
escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le
proclamaron el patrón de los niños.
Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se
volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del
siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien
años pasó a Gran Bretaña y Francia.
Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América
Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las
candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de
consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la
estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales
indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de
vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones
de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y
tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la
pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal
en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa
de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.
Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario.
Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por
indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima
Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que
nadie se atreve a mostrar.
Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar
porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin
dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo
lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es
raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por
creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados
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Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio,
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degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de
nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un
instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar
el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de
miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios
encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Ampliar esta imagen.
Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les
gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el
mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la
Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por
un prejuicio que ya no es religioso sino social.
Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades
pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar.
El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las
colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda,
con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de
la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos
en una esquina de Jerusalén.
Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en
el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes
Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros
primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el
niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos.
Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa
decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no
sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los
juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo.
Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los
niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros
jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que
tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que
todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos
en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación
comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una
devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los
franceses, y a quienes todos conocemos demasiado.
Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de
juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este
usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un
santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero
que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la
Nochebuena tropical de la América Latina.
Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios
escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le
proclamaron el patrón de los niños.
Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se
volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del
siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien
años pasó a Gran Bretaña y Francia.
Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América
Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las
candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de
consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la
estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales
indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de
vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones
de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y
tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la
pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal
en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se
equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa
de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.
Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario.
Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por
indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima
Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que
nadie se atreve a mostrar.
Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar
porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin
dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo
lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es
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Muy bonito. Don Gabo esta en el cielo escribiendo a los angeles
ResponderEliminarGracias por su comentario.
EliminarSaludos.
Que excelente, Gracias por compartir tan bello escrito.
ResponderEliminarGracias por su comentario.
EliminarSaludos.